Calígula
Olivos es la residencia de los presidentes. No fue concebida para el uso discrecional de los mandatarios y menos de sus cónyuges. No es lugar para tareas partidarias. Sin embargo, Néstor Kirchner no se priva. Susana Viau.
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Por S. Viau
11.02.2009
Sin embargo, Néstor Kirchner no se priva y la ha convertido en su cuartel general, en una unidad básica de lujo: recibe intendentes, gobernadores, ministros, y planifica junto a ellos y desde allí la estrategia de su campaña electoral. Lo hace en paralelo con las conferencias de prensa de su mujer o en su ausencia, porque ella, está visto, apenas ostenta la representación de un poder depositado en otra parte. Quizá la idea de la República haya quedado olvidada en un baúl de trastos viejos junto al “Decreto de Supresión de Honores” en el que Mariano Moreno fijó la conducta austera que deben asumir los gobernantes y estableció que sus parejas no son beneficiarias de ninguno de los escasos privilegios conferidos al cargo. Aquello que Carlos Menem dijo de manera más bizarra para explicar la accidentada salida de Zulema Yoma de la quinta de la calle Villate: “El poder no es un bien ganancial”. En verdad, es probable que el decreto salido de la pluma del secretario de la Junta de Mayo no sólo no esté en el recuerdo de Kirchner, a lo mejor ni siquiera le asigna importancia. No en vano algún intelectual que lo asesora y adula ha enunciado –es comprensible por qué– la legitimidad de la algarada saavedrista y conservadora del 5 y 6 de abril de 1811, la de los chiripás y las charreteras, cuando ya muerto el “jacobino” la gente simple, azuzada desde los cuarteles y los alcaldes de quintas (una especie de intendentes del conurbano), pidió y obtuvo la cabeza de Azcuénaga, Vieytes, Rodríguez Peña y Larrea, el “morenismo” residual de la Junta y la detención de los jóvenes revolucionarios dirigidos por Monteagudo.
Es sabido que el esposo de la Presidente no es un político sutil sino más bien refractario a lo que supone son formalidades, cultor de un estilo mal llamado monárquico porque ni a los reyes o las reinas consortes de la modernidad les está permitido apropiarse de atributos y facultades que no les son propios. Si fuera dado a la lectura, Kirchner debería repasar De la cólera, el libro donde Séneca describe los caprichos y extravíos del hombre de “torcidos ojos”, “piernas flacas” y “mala hechura de pies” que dilapidó el apoyo con que, en un principio, lo había premiado la plebe, entre otras cosas por suprimir los procesos de lesa majestad. Cayo César, el emperador que, a despecho del hambre que generaría con la medida, confiscó barcos de cereales para usarlos como pontones y atravesarlos a caballo, que dilapidó en obras públicas suntuarias las arcas del imperio y tomó decisiones locas para recomponerlas, el que para rehacer la autoridad del príncipe desdibujó el Senado y obligó a los senadores a esperarlo largas horas y a correr detrás de su carruaje, el que basureó a los enemigos y humilló a los amigos, como a las legiones de las Galias a las que, luego de la batalla, puso a recoger conchillas en la orilla del mar. O como a Casio Quereas, “el tribuno de los soldados”, el jefe de los pretorianos, a quien llamaba “Venus” o “Príapo”, por su voz “lánguida y débil”, y cometiendo el error, dice Séneca, de estigmatizar como “afeminado al que llevaba las armas” . El mismo que, según sus contemporáneos, en medio del desvarío, mendigaba por las calles, llevaba de manera personal las cuentas del prostíbulo instalado en el palacio y gustaba caminar descalzo sobre montañas de monedas de oro para sentir el placer físico de la riqueza. Los despechados, que eran muchos, centuriones y senadores, conspiraron, y Casio Quereas, el custodio, el jefe de la guardia imperial, harto y lleno de resentimiento, quiso que su brazo y su puñal asumieran el asesinato a modo de oscuro acto de justicia. Ciertos cronistas de la época sostienen que Cayo César, o Calígula, estaba enfermo de adiatrepsia, un mal que él consideraba virtud y le permitía llevar a cabo “el más salvaje de los deseos” sin reparar en consecuencias. Es una hipótesis generosa. Por supuesto que son historias viejas, irrepetibles, agrisadas por el polvo de los siglos, viciadas de amor y de odio. A qué traerlas a cuento, entonces, si casi no importan, si al fin y al cabo Kirchner no es Calígula ni Santa Cruz es Roma.